Por Luis Sagasti
El pasado 30 de mayo falleció el científico Roger Shepard, creador del efecto sonoro que lleva su nombre y al que luego de un guion se le agrega el de Risset, para dar cuenta de la versión más enfática y definitiva de su creación. El oyente, al escucharlo, tiene una nítida sensación de caída o ascenso infinito. El efecto se logra al superponer cuatro notas musicales, separadas entre sí por una octava, e ir subiendo al unísono por cada uno de los doce semitonos hasta completar la escala; pero mientras las notas más graves aumentan su volumen, las agudas lo disminuyen (la oscilación de volumen es un poquito más compleja en las dos notas centrales). Al final del proceso el sonido resultante es el mismo que el del punto de partida. De alguna manera constituye la versión sonora –no musical, eso ya es terreno de Bach- de las ilustraciones de Escher. Se ha construido una ola de sonido, algo que se mueve sin desplazarse, como cuando el viento agita las espigas de trigo. Lo que llamamos caída, bien podemos pensar, entonces, no constituye tanto un desplazamiento como un presente continuo que da la sensación de devenir en pendiente. El efecto también, no hace falta aclarar, se puede construir de manera inversa; la impresión de ascenso resultante bien puede ser el de la sucesión inacabable entre dos números enteros consecutivos.
Por alguna razón topológica, al infinito suele imaginárselo hacia adelante y/o hacia abajo, mientras que a la eternidad la encontramos por lo general a nuestras espaldas: después de todo podemos imaginar que nunca hemos de morir pero no podemos concebir que jamás hayamos nacido. Algo semejante sucede con el calor y el frío. La intuición de que siempre puede hacer un grado más que nos cocine en verano no tiene su envés en el frío de invierno. Y del mismo modo, la idea o el temor de que siempre podemos estar un poco peor de lo que estamos o que un estado de malestar puede no tener fin, tampoco tiene su contraparte en la idea de ascenso y mejora perpetua. Situados en un punto banalmente materialista podríamos decir que, en un momento, los números con que ciframos la riqueza se transforman en pura fonética, es decir, se escapan a nuestra imaginación de consumidores compulsivos. Qué es sino la fortuna personal de ese magnate con nombre de malo de Bond, Elon Musk. Ahora bien, desde un costado más humanista, entendemos que en un momento algo parecido a una unidad, a una suerte de reposo absoluto o como se quiera llamar a esos estados que huyen del lenguaje, se puede conseguir. La caída, por el contrario, no tiene fin, siempre podemos estar peor.
El oleaje del trigo en la Argentina prácticamente no se detiene nunca. Un bucle continuo que siempre se dirige hacia el mismo lado, de algún modo el viento siempre le sopla de cola. Si el pampero aminora o amenaza con ello, se instala la idea de que la decadencia argentina no tiene fin. Usualmente la nota de inicio de la caída es la de cualquier política a la que le pueda caber el sayo de populista; de Yrigoyen para acá, vale todo. Entonces, el volumen de las voces más gruesas aumenta hasta que de alguna manera logran siempre que el viento alcance la velocidad crucero deseada. Allí entonces, la sensación de que el ascenso ajeno también es el propio aunque nos quedemos estancados en el mismo lugar (en la mejor de las suertes).
El sinfín de granos es una máquina que se utiliza para trasladar cereal de un depósito a otro (silos, tolvas, camiones). Dentro de un tubo de diferentes largos y diámetros se encuentra un espiral que gira contra las agujas del reloj, levantando el grano. Fue inventado por un tal Peter Pakosh en 1945.
Escuchen en youtube el fragmento del efecto Shepard-Risset. Detengan el mouse donde quieran, estarán escuchando siempre la misma nota. Como en las páginas de tantos diarios.