“Extracto de “Hija natural”, libro de la artista plástica, Ana Maldonado.
Por Ana Maldonado
Llegué a este mundo con la ayuda de una señora, partera de profesión. Casi al mismo tiempo, cuatro meses después, nació mi sobrino David. Fue mi compañero de escuela, juegos y travesuras. Vivíamos en la misma casa: cuando mi hermana Aída quedó embarazada, a pedido de mi madre, vino a vivir con nosotras. Ella trabajaba en el campo, de sirvienta con cama adentro. A las sirvientas, cuando quedan embarazadas, casi siempre se las despide.
David y yo crecimos sin saber quiénes eran nuestros padres biológicos. Cuando cursábamos tercer grado, nos dieron una planilla en la que había que escribir los datos de los padres. Era para realizar un test de inteligencia, no recuerdo el resultado de ese examen, pero sí que teníamos que poner esos datos.
—¿Qué ponemos donde dice “nombre del padre”? —me preguntó.
Respondí segura y con mucha intrepidez.
—¡Ponemos una rayita!
Sigo dibujando esa rayita en todos los trámites.
Cierta vez, cuando completé el formulario para una suplencia como docente de plástica, me llamó la secretaria de la escuela en cuestión, creyendo que había un error.
—Ana, te equivocaste al completar el formulario. Aunque tu padre haya fallecido, hay que poner el nombre igual.
Con mucha vergüenza, pero tratando de superar el momento, le respondí:
—No está muerto. Tampoco sé si vive.
Soy hija “natural”, como figura en el documento de identidad.
¿Cómo esa secretaria no se daba cuenta de que yo tenía el apellido materno?
Se disculpó, toda sonrojada.
La famosa rayita quedó para siempre.
Nunca entendí esas dos palabras.
“Hija natural”.
¡Como si fuese hija de la naturaleza!
¿Hay hijos que son artificiales?
¿Por qué se hacía diferencia con los hijos “legítimos”? Pasados unos años, entendí la diferencia y era que los progenitores de los hijos “legítimos” estaban casados por civil o –antiguamente– por Iglesia. Pero los naturales teníamos una pequeña ventaja que nos diferenciaba de los ¡bastardos!
Cuando yo era una niña, esa palabra se escuchaba mucho. A veces, también, la usaban con nosotros, los hijos naturales. Pero era una confusión: los bastardos eran los hijos de una relación de adulterio. Así que, imaginen, casi había que agradecer ser “naturales”.
Hoy la actitud es distinta, la sociedad ha cambiado a favor de las personas nacidas en esas situaciones, por fuera de los matrimonios formales. Ya no se sufre tanta discriminación por esas cosas que no hace tanto eran una ¡ignominia!
Por eso y por mucho más llevo con orgullo mi apellido materno.
Maldonado.
Crecí con las amarguras y alegrías que tiene la pobreza.
Siento a veces que los que hemos pervivido en lugares carenciados llevamos la tierra en la sangre. Esa tierra que nos brindó estrategias para resolver contingencias.
Tierra mezclada con rebeldía y amor.
A la noche, cuando no teníamos alimento que silenciara el pedido del estómago, solo mate cocido con leche y pan, mamá nos conformaba al estilo del padre de la película La vida es bella.
—No hay que cenar de noche, hace mal al estómago. No se puede hacer bien la digestión.
Yo preguntaba, para mis adentros:
—¿Solamente los pobres no pueden hacer la digestión de noche?
Pero lo que mamá exponía por el bien de nuestra salud le ganaba a ese pensamiento. Si ella lo decía, debía tener razón.
A medida que pasaban los años, todas mis hermanas fueron emigrando a Buenos Aires siendo muy jovencitas. Se iban recomendadas por alguien del pueblo a trabajar de empleadas domésticas, con cama adentro. A excepción de Gladys, que llegó a la capital y su primer trabajo fue de obrera en la fábrica Alpargatas. Siempre digo que fue una privilegiada en ese aspecto.
En épocas de cosecha, los hermanos varones se iban a trabajar como peones golondrina. Pasaban meses sin volver a casa.
Jamás pregunté quién era mi padre biológico, en ese momento no me inquietaba el tema. Cuando volvíamos con David de la escuelita, pasábamos por una esquina donde vivía una hermana de mi madre, que estaba en pareja con un santiagueño que parecía sentir placer ante el sufrimiento que causaba. Maltrataba sin piedad a sus hijas y entenadas, es decir, a las que no eran hijas suyas, con el aval de la mismísima madre. Y peor: ella también las castigaba de manera brutal. Cuando podían, las hijas corrían a refugiarse al amparo de mi madre.
Una hijastra del susodicho estuvo escondida todo un día y su noche en casa y a la mañana siguiente, bien temprano, cuando pasaba un micro, pudo abordarlo y escapar de esos malos tratos. Otras se fueron a Buenos Aires. La más chica formó pareja con su propio tío, el hermano de mi mamá; parece que la salvación, para la desdichada, fue irse de esa manera. Nunca pude aceptar esta situación.
¿Si él quería salvarla?
No era más respetable rescatarla y que viviera con él. Todos veían como normal esta situación. Tiempo después, esta pareja de tío y sobrina también se fue a Buenos Aires. Permanecieron juntos hasta el día de la muerte del tío, tuvieron varios hijos. Cuando veníamos a la ciudad los visitábamos, pues mamá quería muchísimo a su sobrina; no cuestionaba esa unión, cosa que yo sí hacía. Con el tiempo pensé que, a lo mejor, no había otra forma para la pobre.
Escapar de ese infierno.
Fue ese depravado el que aquella tarde que volvíamos con David, después de haber sido felices en la escuela, apoyado en un poste, burlonamente, riendo, nos dijo:
—Ahí van los guachos sin padres.
Fíjense hasta dónde llegaba este sujeto despreciable.
¿Puede una persona ser tan canalla?
Seguimos caminando calladitos, sin decir una palabra, casi sin mirarnos. Nunca contamos este suceso. En varias ocasiones descubrí a mi madre llorando a escondidas.
“Debe ser por todo lo que ha sufrido”, pensaba yo.
“No le preguntaré quién es mi padre”, prometía.
No iba a agregarle otra pena más.
Imaginaba que a lo mejor un día ella misma respondería el interrogante que marcaba mi existencia, sin necesidad de que yo le preguntara.
Mamá nos enseñaba con un diccionario que guardo como un tesoro. Lleva escrito al frente y en el dorso, con letra cursiva: María Leonor viuda de Díaz. Le daba mucha importancia al mataburros. Le gustaba inventar palabras y también que aprendiéramos términos no muy usuales en el contexto pueblerino. Decía, con mucha seguridad y razón:
—No van a estar toda la vida en el campo.
¡Tienen que aprender a hablar correctamente!
En la escuela, yo mostraba lo que aprendía con ese libro. Si se avecinaba una tormenta y aparecían en masa los insectos, yo decía a viva voz:
—¡Qué hermosas las libélulas!
Y esperaba la respuesta asombrada de una compañerita.
—¿Dé qué hablás? ¡No entiendo esa palabra!
—¿Cómo no sabés? Son lo que comúnmente la mayoría de la gente describe como “aguaciles”. ¡Su verdadera denominación es libélulas! —respondía yo con ese orgullo que nos otorga el conocimiento.
Fueron varias las veces en las que me regocijé ante lo que pensaba que era una gran sabiduría. Recuerdo otra ocasión, estábamos asomados por la ventana del aula al patio de la escuela; llovía muchísimo y con tormenta eléctrica. Asustada comenté:
—¡Cuántos relámpagos!
—¿Qué decís? ¡Se dice refucilos!
Y les expliqué a mis compañeros que el término correcto era el que acababa de compartir con ellos, sintiéndome una niña con mucha sapiencia.
Junto con un amplio conjunto de conocimientos y experiencias, mamá nos ayudó a enriquecer el vocabulario y los saberes, para que tuviéramos la virtud de ser personas más cultas y pudiéramos tomar decisiones en el futuro. Después, cada uno proyectaría como pudiera todo lo asimilado en los caminos elegidos para nuestras vidas.
Nos hablaba de política, era peronista. En casa, a modo de altarcito, en la pared había una repisa con el retrato de Eva Perón; ella le ponía florcitas silvestres, además de rendirle cariño con un beso a la distancia. Cuando tuvo el accidente el papá de mis hermanos y mi mamá quedó en la mísera pobreza, le escribió una carta a Eva pidiéndole colchones y otros menesteres. Nunca sabremos si la carta llegó, porque la ayuda esperada ¡brilló por su ausencia!
Formaban parte de las tertulias de aprendizaje la Geografía, las Ciencias Naturales y la Historia; mamá nos explicaba los conflictos de las guerras mundiales, el genocidio perpetrado por el imperio español en la invasión y el saqueo a nuestros pueblos originarios.
Se deleitaba escuchando la radio, con las canciones del extraordinario poeta Atahualpa Yupanqui, también del cantautor José Larralde. A veces las silbaba, y su silbido era como un instrumento musical.
Los domingos compraba el diario, que traía una revista con todo tipo de notas. Me interesaba porque en ellas veía cosas deseadas que me imaginaba algún día poder tener, como una linda cama, un aparador, mesita de luz, espejos. Podrán pensar: objetos innecesarios.
¡Superfluos!
Pero tengan en cuenta cómo eran nuestros muebles: cajones, maderas.
¡Quién no soñaría con tener algo mejor!
Un día, cuando tendría ocho o nueve años, estaba paradita a su lado, en la pieza de la casa que correspondía a las mujeres. Mi hermano Adolfo le recriminaba una relación amorosa. Quedé inmovilizada cuando ella, con esa voz potente que la caracterizaba, le contestó a modo de sentencia y no de descargo, una por una sus razones.
—Tuve que acostarme con más de uno, aunque no quisiera.
—Para no separarme de ustedes. —Darles de comer y que terminaran la escuela.
Esa escena quedó grabada en mi mente y en mi corazón. Desde entonces, la admiré más todavía.
Era joven. Debe haber necesitado el abrazo, el amor. El deseo. Pero era mujer.
—¡Una inmoral!
Si hubiera sido varón.
—Bien macho.
Suena antiguo, pero sigue ocurriendo. No se nos juzga igual por las mismas acciones. Era una niña en ese entonces y no había escuchado hablar de patriarcado, pero razonaba correctamente, y se potenciaba lo que sentía por ella.
Bastante tiempo después, siendo ya creadora de imágenes o artista, como ustedes quieran denominarlo, hice una obra objeto-escultura en tamaño natural.
Mari.
Cuando trabajaba en una escuela nocturna, conocí a una prostituta en la parada del colectivo. Llovía y corrí a refugiarme bajo un toldo. Ella se acercó y me preguntó:
—¿Estudiás en esa escuela?
—¡Soy profesora! —le respondí.
Casi murmurando, como quién no quiere que la escuchen, me dijo:
—Me hubiera gustado tanto estudiar.
Mari —así se llamaba— me contó su triste historia: ayudaba a sus padres, que cuidaban de su hijo y también a un tío con capacidades diferentes. Y lo más terrible: su abuelo había abusado de ella, cuando era una niña.
Seguía la lluvia, pasaron uno y otro colectivo, la conversación era atrapante, no había lugar para el mal tiempo. A partir de ese día, cuando llegaba a mi trabajo docente, la saludaba, disimuladamente:
—Buenas noches, Mari.
Finalmente decidí realizar la obra; esperaba terminarla para mostrarle a Mari una foto. Pasaron varios meses. Y un día ya no estaba en su lugar habitual. En su lugar había otra persona. Se parecían. Me acerqué.
—¿Sabés algo de Mari?
Me comentó que la habían trasladado a otro sitio y que no podía darme más información, porque estaba prohibido. No me lo dijo, pero seguramente la prohibición venía de quien las regenteaba.
Jamás se enteró de la escultura.
Nunca volví a verla.
¿Tendrá esta Mari relación con mi madre?
En cierta forma, a pesar de las diferencias, estoy convencida de que algo tiene que ver. Pero dejemos esta cuestión para tratar en terapia. Y sigamos con el inventario.