Sobre “Culturas: realidad, teoría y poder”, de Rodrigo Montoya Rojas, Lima: Universidad Nacional Mayor de San Marcos [Universidad decana de América] Facultad de ciencias sociales 2019 (339 págs.).
Por Eduardo de la Serna.
El conocido antropólogo peruano Rodrigo Montoya Rojas ha publicado, recientemente, un libro acerca de “las culturas”. En realidad, recopila una serie de artículos suyos sobre el tema a los que añade novedades, especialmente a raíz de la designación de un “Ministerio de Cultura” en su país (2010) durante el segundo gobierno de Alan García.
Como suele ocurrir en los textos antropológicos, el trabajo es “situado”, es decir, es “peruano”; y dentro de esto, asumiendo una mirada y dirección que el autor expresamente repite una y otra vez. Sin duda, por lo tanto, hay cosas que “por peruanas” no son de gran utilidad fuera de estas fronteras, y muchas otras que ayudan a ampliar nuestras miradas y a pensar nuestra realidad con nuevos ojos.
Montoya (1943) concentra una serie de artículos en los que piensa las culturas, pero desde la perspectiva política del poder, como el subtítulo lo indica: Culturas: realidad, teoría y poder. El libro fue publicado por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (Facultad de ciencias sociales) 2019 donde Montoya fue profesor hasta que se pensionó. Oriundo de Puquío (Ayacucho) es quechuahablante y lo reitera con justo orgullo (p.16). Precisamente por eso la insistencia que se repite con frecuencia en el uso del plural: “culturas” ya que hablar en singular (Ministerio de cultura; p. 269) indica la preferencia por la cultura dominante. Por eso presentará 33 claves para la comprensión del uso del término “cultura” (pp. 41-70; 241).
A modo de mero ejemplo, es sabido que en muchos ambientes (Argentina incluida) suele presentarse a alguien como culto en contraste con el inculto (por ejemplo, el que no sabe leer o escribir; (p. 20) con lo que – ironiza – los incas serían claramente incultos (p. 49). Para ser preciso, señala que en Perú hay 50 lenguas (y 62 dialectos) los cuales sin duda marcan desde la raíz las diferentes culturas (p. 130). Incluso señala, por ejemplo, las 8 diferentes acepciones que tiene, en el lenguaje, la palabra “indio” y la conveniencia de evitarlo (p. 292). Debemos reconocer que en nuestro lenguaje cotidiano se han usado diferentes términos (indio, indígena, aborigen, pueblos originarios…), a los que, acota, “no se les pregunta cómo quieren ser llamados” [p. 249; lo mismo escuché decir a un gran teólogo indígena mexicano, Eleazar López, de la comunidad zapoteca de Oaxaca].
Es muy crítico tanto del gueto académico (pp. 261-267) como de lo que llama la “metáfora del mestizaje” (pp.159-192), y – pensando especialmente en el Perú – mira con mucha atención positiva el movimiento Pachacutik de Ecuador y el “Estado Plurinacional de Bolivia” a lo que, añade, el Movimiento Zapatista del sudeste mexicano (pp. 225. 243. 293). La imagen de varias naciones en un mismo estado, como también se dan en Canadá o España (p. 231), permite pensar las diferentes culturas fuera del esquema monolítico de “Estado nación”: un Estado, un territorio, una nación, una cultura, una lengua, un dios «único y verdadero» (pp. 67. 147. 216. 259. 283). Esto tiene particular importancia, señala, en naciones con gran preponderancia indígena como México, Guatemala, Ecuador, Bolivia (p. 287. 294)…
Seguidor de Mariátegui, y discípulo de José María Arguedas (amigo de su padre) Montoya no esconde su posición de izquierda (p. 31), aunque – como Mariátegui – “encarnada” en las culturas peruanas, algo que con frecuencia no entienden los dogmatismos de izquierda, como él señala [p. 309; en lo personal, me recuerda la expulsión de Salvador Allende del Partido comunista chileno, echado por 395 votos sobre 400 acusándolo de “traidor”; cf. Patricia Verdugo, Salvador Allende. Cómo la Casa Blanca provocó su muerte, ed. El Ateneo, Buenos Aires 2003, 15].
Precisamente, por “peruano”, Montoya es crítico de los “indigenismos”, a los que entiende como gestados en el “Norte” (p. 49) y su llegada desde México a Perú (1910) especialmente con Luis E. Valcárcel, fundador del Instituto Indigenista peruano en 1946; cerrado en 1969 por Velazco Alvarado, reabierto en 1982 por Belaunde y nuevamente cerrado por Fujimori en 1996 porque “no hay indígenas en Perú”; p. 64, algo que también sostiene Mario Vargas Llosa (p. 128). Lo que señala claramente Montoya es “la poca fortuna que tuvo el indigenismo para cambiar la realidad vivida por los indígenas” (p. 137).
En suma, creo que estamos ante un texto que, desde el Perú, tiene mucho para aportar presentando una mirada comprometida con la realidad desde el “propio” de cada lugar y región de nuestra América Latina colonizada.
Desde una mirada más personal, me quiero detener en dos elementos. Cuando en los comienzos de los 70 (después de la asamblea episcopal de Medellín, 1969) nacen las distintas teologías de la liberación en América Latina, Perú (Gustavo Gutiérrez) y Argentina (Lucio Gera) fueron particularmente creativos y novedosos. Ciertamente, esto causo malestares evidentes en el “establishment” eclesiástico que comenzó a combatirlas. Cuando se comenzaba a preparar la nueva asamblea episcopal, ésta en Puebla, México (1978-79), se prohibió la participación de Gutiérrez expresamente, mientras que Gera fue aceptado aprovechando una mala lectura de su teología que se hizo desde varios lugares, especialmente Brasil, acusándolo de “irénico” (es decir, una teología sin lugar al conflicto) por el uso de la categoría “pueblo”. El problema radicaba – y lo señala Montoya – en que la categoría “cultura” (pp. 30-32) empieza a ser tematizada en la academia en los comienzos del 70, y – así lo entiendo yo – el cuestionamiento a Gera radicaba en que al profundizar la categoría “pobre”, por ejemplo, se introducía más en el terreno de la cultura que el de la economía. Ya en su trabajo “Teología de la Liberación” Gera lo decía: “quiero explicar que no empleo el concepto de ‘cultura’ simplemente como sinónimo de ‘instrucción’ sino de aquella honda y peculiar actitud, cómo un pueblo se conduce frente a la realidad que le toca vivir…” (Teología de la liberación, Lima 1972, p.2). Así presentaron lo que llamaron “teología de la cultura” como contrapuesta a la “teología de la liberación” (algo que expresamente Gera no aceptaba). Precisamente por esto, un trabajo sobre “la/s cultura/s” me resultaba enriquecedor y entendí que podría (¡claro que lo logró!) aportar a este aspecto de un pensar teológico desde la Argentina.
Un segundo elemento es el tema indígena (o “aborigen”; no sé de dónde sacan algunos que “ab” significa “sin”, por lo que sería “sin-origen”; “a/ab” es privativa en griego, como al decir “a-nomia”, es decir, “sin ley”; pero en latín (‘nomos’ es griego pero ‘origo, -inis’ es latín), “a/ab” es ‘desde’ como en ‘atormentado’, es decir que tiene una tormenta… Como se ve, aborigen es sinónimo de “pueblo originario”; como – también en latín – indígena es el “natural del país” … no se entiende, en ocasiones, que para evitar palabras que discriminan se parta, para evitarlas, de la propia ignorancia. Pues bien, las diferentes actitudes contemporáneas con los indígenas, sea los que habitan ancestralmente tierras desmontadas o fumigadas desde el poder (en el norte), hasta la sistemática (y anti-histórica) actitud contra los mapuche (en el sur), deberían encontrar en la importancia de vernos como un “estado plurinacional” (algo insinuado en la Constitución de 1994) no solamente un camino de justicia y verdad sino de reparación a tanto genocidio que nos ha constituido como nación que se cree “culta”. Por eso, al hablar de la “cultura popular” Montoya dirá:
“Un frente «nacional y popular» que recogiese las aspiraciones del conjunto de estratos sociales de los diversos países de América Latina fue una línea política diseñada dentro del amplio espectro de la izquierda latinoamericana, con el ánimo de ofrecer una alternativa a la propuesta de confrontación entre explotadores y explotados planteada por los sectores más radicales. En ese contexto, la cultura popular tiene un carácter de resistencia frente a la cultura del imperialismo” (p. 54-55).