Por Néstor Rebecchi
Agradecemos al autor, el envío de este artículo escrito en el año 2015, y aún en plena vigencia.
Hace unos pocos días, tuve la oportunidad de escuchar al pedagogo español, Jaume Martínez Bonafé, Dr. en Filosofía y Ciencias de la Educación, catedrático en la Universidad de Valencia, y fundador del Movimiento por la Renovación Pedagógica en España.
En la segunda parte de su ponencia comenzó diciendo: “el saber académico está lejos del saber real”. Esa afirmación me hizo recordar un escrito de Rodolfo Kusch, donde diferenciaba lo que él denominaba “saber lúcido” del “saber tenebroso”.
El saber lúcido, según el autor, es el que nos dice que dos más dos son cuatro y que el cuatro es…cuatro. Pero nos advierte que en la vida la cosa no funciona así. Dice Kusch: “cuatro chocolatines para un niño hambriento no son lo mismo que para un niño satisfecho. El deseo o la satisfacción hacen que no sea verdadero ese axioma matemático de que cuatro es igual a cuatro. La vida se encarga de turbar el rigor de los números. La angustia, el amor, el odio tornan al saber lúcido en algo tenebroso. Y he aquí el problema, de este saber tenebroso nadie nos habló”.
La consideración del saber lúcido, como único saber, convirtió a las escuelas en represoras de sentimientos. La escuela tradicional se asienta en una premisa no explicitada que determina que las pulsiones y los afectos deben quedar excluidos del ámbito escolar.
De lo que deviene una particular construcción del rigor académico: el autoritario, que niega todo tipo de interpretaciones. Freire decía al respecto: “para los tradicionales, los científicos que se dicen rigurosos pero niegan la interpretación, el concepto de observación implica que el observador debe colocar un cristal delante de él y ponerse guantes para no tocar, para no tener contacto con la realidad…”
El alumnado es saturado con informaciones aburridas y datos inútiles, que, al decir de Ira Shor, “no tienen en cuenta ni el lenguaje de los estudiantes, ni desarrolla su deseo crítico, ni se relaciona con los temas profundamente arraigados en sus vidas”.
La refundación de la escuela (o mejor dicho, de las escuelas) no pasa únicamente por acordar aquellos contenidos básicos que debemos enseñar, ni por implementar las nuevas tecnologías como estrategias didácticas, sin negar por ello la importancia de dichas instancias. Sino, por la reformulación profunda, de nuestros objetivos como educadores. Es decir la pregunta que debemos reinstalar no es el ¿qué? ni el ¿cómo?, sino el ¿para qué enseñamos?

Si enseñamos para el mundo del trabajo, bastaría con el saber lúcido, y la mecanización resultante que presupone. Si enseñamos para los estudios superiores, lo mismo. Bastaría que los jóvenes aprendan a ser “alumnos” y tendrían herramientas acríticas que le permitan avanzar en sus estudios. Pero si nuestro objetivo es enseñar para la vida, el saber tenebroso (Kusch), el conocimiento crítico (Freire), se hacen imprescindibles.
Hoy las escuelas son, en gran medida, dadoras de sentido acompañando a los jóvenes en la búsqueda de un “para qué”, como lo dijera Nietzsche, que “les permita soportar cualquier como”, en un mundo signado por claroscuros.
Menuda tarea les (nos) aguarda a aquellos que dirigen (dirigimos) escuelas: conducir un proceso de construcción colectiva que concilie un “para que enseñamos” potente, inclusivo, dignificante, y una “cultura institucional” acorde a dichos propósitos, teniendo en cuenta la complejidad de la vida, el componente ficcional de los saberes lúcidos, la vitalidad de los saberes tenebrosos.
Construir un saber académico que esté en consonancia con la realidad debería ser una de las tareas principales de las conducciones escolares. Poniendo en tensión, cuestionando, “la universalidad del cuatro” e incorporando el peso específico de la vida en las escuelas. Para evitar que la generalización termine negando la existencia de experiencias educativas potentes, es válido aclarar, que en parte por “la altura de los tiempos”, en parte por la resistencia cultural de algunos docentes, son muchas las escuelas que a lo largo de nuestro país, transitan estos caminos de construcción con el otro desde una perspectiva no fragmentada, aunque las mismas no adquieran visibilidad, ni sean valoradas en su justa dimensión.
Con todo, no podemos decir que la vida no esté presente en las escuelas. El afuera conmovió el adentro, se instaló por su propia fuerza, y las escuelas se vieron turbadas, incapaces de comprenderlo, incómodas por su irrespetuosidad a la lucidez, “superadas por la novedad” cuando en realidad, la vida estuvo desde siempre.
Como consecuencia de ello, se produjo con el tiempo, un desplazamiento en las evaluaciones de algunos docentes. Los alumnos pasaron de ser “vagos” a ser “insoportables”. Este “ser” que en última instancia es un “estar”, tensiona todo el andamiaje ético de los docentes. Una escuela que tiene como objetivo elevar en dignidad, se enfrenta a diario con dilemas éticos que trascienden el marco de lo normativo. Sólo cuando podamos argumentar nuestras prácticas podremos decir que superamos el mecanicismo burocrático, la enajenación

deshumanizante, la inercia que prescinde de sentido.
“El misterio de la sabiduría, dijo Kuch, está en saber que el hombre es lúcido y tenebroso a la vez, aunque nos disguste”, y agregó: “el día que enseñemos a los alumnos un saber lúcido, que sea a la vez tenebroso, habremos ganado el cielo”.
En: Rebecchi, Néstor (2022). A eso vine: historias, reflexiones y escritos varios sobre educación secundaria. CABA. Fundación CICCUS.