Por Jorge Sad Levi
Al flaco Spinetta, siempre.
Es común en los primeros pasos de la educación musical realizar o hacer realizar ese ejercicio básico y un poco esquemático de marcar con un aplauso, uno solo, el fin de una frase musical y el comienzo de otra, de manera que queden claramente delimitadas las partes de una canción (preguntas y respuestas, estrofas y estribillos), con el objeto de poner en evidencia de esa manera, bastante insulsa por cierto, esa abstracción misteriosa que es la forma musical.
En ese acto de identificar las repeticiones y las diferencias aparece, aunque en estado larval, el primer acto de análisis musical: la música tiene una estructura fuertemente jerárquica hecha de partes (aparentemente) equivalentes a diverso nivel, imbricadas unas dentro de otras como las mamushkas rusas en las que las muñecas grandes contienen a muñecas pequeñas que a la vez contienen muñecas más pequeñas. Siempre me ha generado asombro que justamente, las partes más pequeñas de la articulación musical en lugar de llamarse fonemas o lexemas tengan el poético nombre de “motivos”. Como los motivos de un azulejo o de una guarda, los motivos son “lo que se repite”. ¿Un psicoanalista ahí?
Tal vez las mamushkas rusas imiten a la forma musical: lo que está al principio de una obra está mas arriba: es habitual en un ensayo que para volver a tocar desde el comienzo se diga desde arriba, da capo, desde la cabeza. Cuando una parte musical termina, se cierra, vuelve a la tónica que significa, tierra. El Chan chán del tango.
Es fuertemente paradójico que aquello que percibimos en la linealidad del tiempo -ahora/antes/ después, pueda ser concebido en la verticalidad. Para nombrar y describir el perfil de una melodía decimos que sube o baja y llamamos altura a la cualidad del sonido relacionada con la posición de una nota en el continuo audible de frecuencias: la metáfora es tan evidente que queda escondida en la jerga musical, totalmente inadvertida.
La música, al repetir y variar genera la sensación de un tiempo reversible. Cuando una frase se repite con una pequeña variación, como en una frase de un regaetton o en una sonata de Mozart (pregunta/respuesta en ambos casos) el tiempo se inmoviliza. Se hace previsible, bailable. No podemos bailar el sonido del tránsito en la 9 de julio o un paisaje sonoro. ¿O sí?
Tal vez por eso Lévi-Strauss sostenía que tanto la música como el mito son máquinas de parar el tiempo. Joy in repetition traduciría Prince.
En las formas musicales que nos rodean en nuestra semiósfera sonora (radios, medios masivos, streaming) el principio y el fin se tocan, una música en la que el fin y el principio no son necesariamente iguales, semejantes o que tienen un lejano parecido o una leve reminiscencia, parece bastante herética, por empezar no podría difundirse en los medios masivos de comunicación, o en el caso de pasarse ¿se la podría catalogar como música? Es el caso de la Cantata de puentes amarillos, una obra maestra de la irreversibilidad musical que ha jugado en los bordes del rock y de la música clásica contemporánea.
¿No es extraño que un álbum cuya portada, tanto como su contenido, totalmente irregular se la repita, o más bien se la reitere, literalmente hasta en sus mas mínimos detalles, pero sin dar lugar a ninguna nueva música que continúe con la rugosidad, la exploración, la negatividad contenida bajo la estrella de Artaud? Byung-Chul Han denuncia esa aversión por la rugosidad, esa necesidad de lisura, de superficies terminadas y lustradas de nuestra época y esa es justamente la operación de normalización de la música de Spinetta. Celebramos el día de la persona música en su cumpleaños, repartimos libritos con sus partituras en las escuelas, pero seguimos marcando el pulso y marchando años o siglos atrás de su poética.
Parecería que la experiencia del tiempo en la música es tan constitutiva como la del sonido. En efecto, el tiempo mira en dos direcciones simultáneamente: un tiempo bueno, el de la maduración y el progreso; y un tiempo malo, el de la ida irreversible hacia la muerte. Toda irreversibilidad musical, por eso contacta con esa fantasmática del paso del tiempo.
Para Imberty, “Toda la vida humana está hecha de esta aceptación o rechazo de la ambivalencia, notablemente, cuando la consciencia del tiempo lo invade, el hombre trata de protegerse contra sus malos aspectos (su irreversibilidad, que conduce a la muerte) para no vivir sino en un tiempo armonioso y pleno, el del progreso, el del porvenir mejor”.
Haciendo una elemental fenomenología de la imaginación sonora a lo Bachelard, tal vez podamos pensar que el oído no es solamente el órgano por el que percibimos el sonido, o por el que mantenemos el equilibrio, sino también el órgano del tiempo, del paso del tiempo.
La escucha pánica, aquella del Dios Pan, remitía a un modo de escucha sin bordes y por lo tanto sin fondo, es decir a una percepción del infinito del tiempo en la que el cuerpo se disgrega. Una música irreversible, conduciría inevitablemente a ser relacionada con lo que se disuelve, con lo no formado.

Esa era la idea central de muchos músicos de la década de los 50- 60, como Mauricio Kagel, Luigi Nono, Pierre Boulez, músicos que a pesar de haber sido denunciados por haber sido bancados por la CIA en el marco de la Guerra Fría para operar contra la U.R.S.S, tuvieron el mérito de poner la música al borde de un precipicio, de llevar el pensamiento hasta el límite del país fértil, y de ese modo obligarnos a repensar todo nuevamente. ¿Qué es lo fundante de la experiencia musical?
Gilles Boudinet escribe:
“Pan, sin cuerpo, esparcido por todas partes, es la base del“ pánico. La lectura del mito de Pan y Syrinx (…) nos permite identificar diferentes ejes de simbolización que el Fauno despliega a través de la música. El primero, de orden “apolíneo”, le permite salir del pánico y unificar su cuerpo, haciendo que su deseo se transmita a través de los significantes de las formas culturales. Por el contrario, el segundo, “dionisíaco”, vuelve a él en beneficio del disfrute inmediato.
La repetición pone bordes, limita y marca la cancha en donde se desarrollará la experiencia.
Sin embargo, toda la diferencia está en saber qué se repite. El jingle de Bimbo, basado en un paralelismo cercano a la imbecilidad musical o una serie significativa de eventos complejos, que apela a una cierta inteligencia, que implica una búsqueda.
Una señora escucha, mientras toma un mate en el patiecito de su casa, el canto de los pájaros en los árboles del barrio. Unxs chicxs hacen patitos sobre la superficie de un lago o de un río y escuchan encantados el resultado sonoro y visual de la piedra rebotando en el agua.
Un turista llega a la playa y lo primero que hace es quedarse escuchando en la orilla “como un ciego frente al mar”.
Todos ellos están haciendo una actividad que se acerca profundamente a la naturaleza de la música. Para los griegos, músicos, justamente eran quienes escuchaban y ¿qué otra cosa es escuchar sino reconocer y buscar patrones?
Bachelard, en El aire y los sueños escribe “Toda contemplación profunda es necesaria, naturalmente un himno. La función de este himno es de desbordar lo real, de proyectar un mundo sonoro, mas allá del mundo mudo”.
Probablemente sin saberlo nuestros personajes “músicos”, oyentes, adviertan la repetición del canto de un determinado pájaro o de varios, lo distinguen del resto de su entorno, detectan la casi regularidad de las olas del mar, pero a la vez cuando esperan la próxima ola o el próximo piar, se enfrentan con su total imprevisibilidad .Hay olas que roncan, otras se esfuman como suaves cristales rotos, otras cantan con voces mas opacas. Nunca puede saberse cuándo vendrá cuál pero algo les dice que atrás de todo ese inmenso océano de pequeñas diferencias algo subyace, aún sea un patrón que tarde millones de años en repetirse, ¿quién podría afirmarlo o negarlo?.
Repetición y diferencia anidan en cada acto creativo, en cada modelo musical: cada gesto o figura musical en un cierto momento, al igual que un organismo vivo continúa o se degrada, muere, se olvida o persiste. Ciertas músicas interpretan otras músicas, ciertas músicas se oponen a otras, algunas son depredadoras, algunas alimentan a otras, las nutren. Las figuras musicales se transforman o se cristalizan en fórmulas fijas.
Fue John Cage, quien antes de convertirse en objeto de culto palermitano era un compositor muy interesante, llamó la atención sobre esa potencialidad encerrada en la escucha de procesos no intencionales, trans humanos, en los que el compositor en lugar de intervenir debe dejar existir a los sonidos en su propia naturaleza, haciendo un corte en la repetición por medio del azar.

En lugar de preguntas y respuestas hay en Cage la experiencia del vacío, la sola pregunta.
Repetición y variación en un juego infinito van escribiendo la historia de lo sonoro organizado. La repetición creativa se transforma rápidamente en reiteración y sólo el corte de la serie permite volver a repetir de manera significativa.
Como escribe Agamben, contemporáneo “es aquel que mantiene la mirada fija en su tiempo, para percibir, no sus luces, sino su oscuridad. Todos los tiempos son, para quien experimenta su contemporaneidad, oscuros. Contemporáneo es, justamente, aquel que sabe ver esa oscuridad, aquel que está en condiciones de escribir. humedeciendo la pluma en la tiniebla del presente”.
Eso es justamente, lo que Spinetta creó, creo, en ese álbum/monumento llamado Artaud.