Anticipo del último libro de Miguel Benasayag(1), “Los nuevos sujetos del actuar -Posmodernidad y despolitización”, que publicará Prometeo en mayo 2023, con la presencia del autor en Buenos Aires.
Por Miguel Benasayag
En un paradigma complejo, que incluya lo humano en tanto que multiplicidad entre las multiplicidades del sustrato, lo que actúa ya no se limitará a un sujeto humano separado del todo, sino que se asimilará a nuevas figuras emergentes de las que lo humano forma parte. Este es el sentido de la pregunta formulada en la introducción de este libro: si el hombre no hace la historia, ¿el reto de nuestro tiempo no es saber qué puede hacer el hombre en la historia?
No cabe duda de que, en la emergencia de nuevas formas del actuar, la irreversible articulación entre lo vivo y la máquina digital desempeñará un papel central. En la producción social de su existencia, los humanos nunca han dejado de coevolucionar con herramientas y objetos técnicos, movilizando sin saberlo mecanismos de reciclaje neuronal y delegación de funciones. Por tanto, no hay razón para adoptar una postura tecnófoba ante lo que no es más que un hecho antropológico. Sin embargo, si bien es cierto que el bastón de un ciego, o incluso una prótesis articular, pueden incorporarse orgánicamente a la dimensión aperceptiva, hay que decir que la integración de los artefactos digitales es mucho más delicada.
Al afirmar que la diferencia entre lo vivo y la inteligencia artificial solo sería cuantitativa, el paradigma informacional niega toda forma de identidad singular que haría irreductible el organismo al artefacto. La hipótesis de una continuidad de funcionamiento tiende así a desdibujar, o incluso a eliminar, la alteridad necesaria para que surja la hibridación bajo un modo orgánico. Por eso, cuando afirmamos el necesario desarrollo de un proceso de hibridación entre lo vivo, el entorno y el mundo digital, no estamos pidiendo por ninguna clase de injerto material del que surgiría un organismo o un ser humano “aumentado”.

Cualquier idea de aumento y modificación agregativa sigue atrapada en la metafísica según la cual el artefacto puede y debe colonizar lo vivo, ignorando todas las alteridades singulares. La trampa en la que caen los transhumanistas y otros tecnoprofetas es, pues, considerar la emergencia de lo que ellos llaman una “nueva singularidad” como la resultante del sistema, mientras que esta, en la medida en que se produzca –lo que sigue siendo muy improbable–, solo actuará como un elemento más en el sustrato.
Para los gurús del “solucionismo tecnológico” no cabe duda de que los coches autónomos reducirán las muertes en carretera a un epifenómeno, del mismo modo que las smart-cities, ciudades inteligentes, aportarán una solución definitiva a los problemas de movilidad urbana, o que la aplicación del big data a la medicina salvará más vidas en una hora que un cirujano en toda su vida. En esta delegación masiva de funciones a la máquina, la única pregunta relevante sería qué hacer con el ser humano que se ha quedado sin trabajo. En este imaginario ingenuo, todo sucede como si ahora pudiéramos prever seriamente ese momento de la historia en el que los seres humanos, como aristócratas ociosos, se fueran a plantear, un poco deprimidos, ¿en qué otra cosa podría emplear mi tiempo?
Esta nueva humanidad tendría así todas las oportunidades para entregarse a prácticas artísticas, meditativas o deportivas. Pero a estas promesas de inmortalidad se oponen ahora nuevos nacionalismos y fundamentalismos religiosos que buscan en un pasado fantaseado las raíces de un orden que supuestamente se habría quebrado. Entonces, frente a las tecno-utopías que anuncian una vida libre de las ataduras del cuerpo, se solazan en una apología cristiana del esfuerzo, el sufrimiento y el doloroso vía crucis como razón y sentido de la vida –esto para los cristianos, pero otras religiones no escatiman en sus otros modelos sacrificiales–.
Tendríamos así que elegir entre perdernos en un aburrimiento sin sentido o sufrir disfrutando de una vida con sentido en una especie de remake del muy clásico y no menos ridículo dilema entre “energía nuclear o volver a iluminarnos con velas”. Por muy maniquea e ideológica que pueda parecer esta falsa alternativa, es sin embargo la que se invoca con demasiada frecuencia desde los años 2000 en el debate en torno a este gran avance antropológico que es la llegada de las tecnologías digitales.
Esta caricatura se debe en parte a la confusión entre el concepto teleológico de progreso y la realidad tecnológica de las innovaciones.
Lo que Occidente identificó durante tres siglos con el progreso fue un autodesarrollo del ser en el sentido histórico, indiscutible y autónomo, y su realización. Por el contrario, las innovaciones son asemánticas: ni positivas ni negativas, van en todos los sentidos precisamente porque carecen de sentido. Por eso ninguna central nuclear, ninguna aplicación digital ni ningún Google Car nos están planteando pregunta alguna por el sentido de la historia, que debamos necesariamente seguir o rechazar.
Una cierta creencia boba pero peligrosa nos entusiasma; en cuanto pulso un botón para obtener un análisis predictivo de mi salud o para ser transportado por un coche autónomo, comienzo a entrar en el maravilloso y despreocupado mundo del entretenimiento y del divertimiento.
Entre el nihilismo tecnológico que nos sumiría en un “todo es posible” desprovisto de sentido y la apología moral del sufrimiento como sentido de la vida, debemos entender de forma más pragmática que la delegación de funciones en máquinas algorítmicas nos enfrenta a otras situaciones, en las que la cuestión no se plantea en los términos dicotómicos que tiene el debate actual. Ciertamente, aún no conocemos los contornos precisos de estas nuevas situaciones, pero sí sabemos que el mundo digital no constituye en absoluto una aufhebung hegeliana.
Si las perspectivas más o menos concretas de aumentación que aportan estas tecnologías no son la resultante del sistema, sí, en cambio, constituyen un sustrato muy poderoso. Y para que no sea destructivo, nos obliga a pensar y explorar las singularidades de lo vivo para comprender los retos y las posibilidades de esta nueva configuración histórica.
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Volver del exilio de la Modernidad
Frente a las dificultades para identificar las nuevas formas de la acción/de actuar, que estén a la altura y exigencias que los desafíos de esta época nos presentan, hay innumerables llamados a una “repolitización” del campo social. Si bien queda clara la intención positiva detrás de esas exhortaciones, el problema es que están convocando a manifestarse a la plaza central a un sujeto que ya no encarna la potencia de actuar.
Cualquier retorno a un sujeto anterior no es posible, porque la bifurcación que vivimos está a nuestras espaldas: la hibridación biotecnológica de la especie humana con la máquina digital ya es una realidad. Y entonces, contrariamente a las esperanzas del humanismo nostálgico, es ilusoria la idea de una unidad pura e inmaculada del humano que espera, una unidad que estaría oculta tras las dimensiones saturadas de la tecnología.
El objetivo de este trabajo no es, entonces, saber cómo volver a dotar de potencia de acción a un individuo que no existe más, ni menos aún de designar quiénes son los buenos candidatos para la función del “sujeto” de la hora, ¡y no faltan candidatos que se quieran vestir con ese ropaje y pretendan serlo! La cuestión no es cuál de las inteligencias artificiales, o si el fundamentalismo religioso e identitario de todo tipo, o la miríada de nuevas tribus postmodernas –sin olvidar al hombre del humanismo que se presenta para “renovar” su mandato–, ocupará el sillón que quedó vacante. Lo que sí podemos es establecer el marco que nos permita repreguntarnos por el concepto del actuar, y en cierta medida, identificar los ejes en torno a los cuales emergerían las nuevas figuras de esa acción.
(1) Miguel Benasayag- doctor en psiquiatría, filósofo, epistemólogo, escritor y militante argentino-francés.