Por Eduardo de la Serna
La sociedad colombiana, como todas, es compleja. Su política, lo es más aún. Visto desde fuera es casi incomprensible que después de más de 50 años de guerra interna, cuando se logra un acuerdo de Paz entre el gobierno y el principal grupo guerrillero, las FARC-EP, al realizarse un plebiscito para aprobarlo o no, triunfe el “no” (2 de octubre 2016). Se puede señalar, y no es falso, la enorme importancia que tuvieron las noticias falsas (“fake news”) en ello, y el rol pasivo que jugó gran parte del episcopado y clero reconocidamente conservador, pero lo cierto es que, en el referéndum, el “no” resultó triunfante (50,21% contra el 49,79%). La guerra podía continuar tranquilamente, y los “guerreristas” seguirían beneficiándose de ello. Es importante recordar que el voto es optativo en Colombia, y – ante un hecho tan trascendente – votó solamente el 37,43% de los ciudadanos.

En este contexto, la emergencia de la figura de Gustavo Petro resultaba inquietante. Los dos medios hegemónicos de comunicación escrita (El Tiempo y El Espectador), claramente alineados con el “establecimiento” a los que se sumaba ahora la revista La Semana, anteriormente famosa por su pluralismo, pero luego cooptada por el uribismo (lo que motivó que muchos antiguos y excelentes columnistas debieran dejar la redacción) aturdieron con todo tipo de noticias siempre “antipetristas”. A las que se sumaba, por cierto, un coro ligado al aparato judicial (como, por ejemplo, el Procurador General de la Nación, Alejandro Ordoñez). Petro había sido elegido alcalde de la ciudad de Bogotá, seguramente la persona con cargos electorales más importante de Colombia después del presidente. La campaña en su contra fue feroz (el caso de la recolección de residuos fue grave, la intención de provocar el malestar ciudadano con las calles atestadas de basura fue evidente; tanto que el Procurador lo destituyó e inhabilitó para cargos públicos [diciembre 2013], aunque fue luego restituido en el cargo por la Corte Interamericana de Derechos Humanos [marzo de 2014]). Pasado su período en la ciudad, Petro se presentó como candidato a la Presidencia (2018). Las noticias falsas arreciaban. La más evidente lo relacionaba con la Toma del Palacio de Justicia (6 de noviembre de 1985), que todavía hoy resuena en el imaginario colombiano, con la consiguiente masacre de funcionarios judiciales y de guerrilleros. Poco importaba que cuando eso ocurrió Petro estaba preso en la cárcel de La Picota. Lo importante era establecer la relación: Petro – guerrillero – M19 – Toma del Palacio – Masacre; a esto debe añadirse la simplista etiqueta de “castrochavista”. En las elecciones resultó electo, en segunda vuelta electoral, Iván Duque, delfín del ex presidente Álvaro Uribe, al que su ineptitud le mereció la broma de afirmar que “Duque fue el que más hizo para lograr la desaparición del uribismo”. Terminado el mandato de Duque nuevamente hay elecciones. Como suele ocurrir, el establecimiento tiene su candidato, pero si este no “avanza” siempre hay un “plan B” con tal que no triunfe el que detestan. Así ocurrió con Bolsonaro en Brasil, contra Hadad (2018; el establecimiento prefería a Gomes o a Meirelles), y así ocurrió con el inexistente Rodolfo Hernández (2022; el establecimiento prefería a Gutiérrez, pero el uribismo estaba en caída libre). Pero las noticias seguían machacando: no puede ser presiente un ex guerrillero. Poco importaba que Dilma Rousseff y Pepe Mujica lo hayan sido… se disimula el hecho, ¡y listo! Petro no podía ser presidente porque fue guerrillero.

Este es, con toda probabilidad, el contexto que motivó a Gustavo Petro a publicar una biografía: Una vida, muchas vidas, ed. Planeta Colombia 2021 (que ya va por su 4ta edición).
En ella no siempre es fácil saber si Petro pretende conquistar electorado-lectores no diciendo todo lo que piensa, o si realmente así lo cree. Su afirmación de que su compromiso con los pobres es más cristiano que político (p.101, cf. 61), o su distancia del socialismo (más cerca de una socialdemocracia con justicia social, p. 124 que en América Latina se llama “populismo”, cuyo “exponente más conocido fue Perón”, p. 126) puede permitir la duda o la distinción urbana y campesina en el tema guerrillas (p.45), rebelde o revolucionario (p.55). Pero nada impide ver allí una vida (muchas vidas) fascinante(s). Desde su infancia hasta el traslado de su familia a Bogotá y de allí a Zipaquirá donde, en la escuela secundaria, comienza su inquietud política. Los distintos grupos a los que se va incorporando hasta su ingreso en el M19, sus acuerdos y desacuerdos internos con algunos de los primeros referentes, su prisión y torturas, la clandestinidad y los diálogos de Paz que finalizaron en acuerdos y la dejación de las armas. Los peligros sobre su vida y el exilio en Bélgica, su incorporación en el Congreso y su cada vez más reconocida capacidad para los debates. El uribismo y los paramilitares (su encuentro con Carlos Castaño), su alcaldía en Bogotá y las elecciones en las que resulta derrotado. Aquí finaliza con propuestas para “el presente” (hay que recordar que el libro es anterior a las elecciones últimas en las que Petro resultó finalmente electo presidente).
Hace poco más de 7 meses que Petro es presidente y, sin duda, ha sido fiel a sus propuestas o palabras de campaña. Sus antecedentes en la Alcaldía bogotana permitieron ver por dónde iría (¡y por dónde va!) su gobierno, presentado como una “Colombia humana”. Eso no quita las piedras en el camino. “La derecha hace todo lo posible para que no pueda gobernar” me decía Ana Teresa, histórica amiga, casi hermana, concejala de Bogotá por el partido de Petro quien me regaló el libro.
