LUNES TORMENTOSO

 

Por Pablo Soprano

 

Cuando me entrés a fallar

Nunca me gustaron los días lunes. No hay nada más formal, serio y sensato que un lunes. Mucho menos si uno tuvo un accidente durante el fin de semana. Todo el combo, accidente, fin de semana y lunes tormentoso ocurrió en pleno invierno. Julio para ser más precisos. De hace tres décadas (maldita sea, ¿cómo fue que pasó tanto tiempo?). Al mediodía del sábado, en aquel fin de semana en cuestión, a la vuelta del trabajo, unos amigos me habían invitado a jugar un partido de fútbol con asado postrero incluido. No quería ir, sin embargo, y a pesar que era mediado de mes, no venía mal el asadito. Previamente había que jugar al fútbol. Siempre fui muy patadura, no obstante acepté. No recuerdo bien cómo. Creo que fue al retroceder, luego de una jugada intrascendente, mis meniscos rechinaron como si les faltara aceite y caí en un costado de la cancha como si me hubiera lesionado Perfumo o, Ruggieri. Tuve la sensación que el césped era una pared, que me iba a caer en un agujero negro en el cual, el dolor en la rodilla no era nada en comparación. Alguien me ayudó a levantarme. Lastimosamente llegué a las mesas de madera que suelen estar en los quinchos de los parques ante las miradas burlonas y de desaprobación de mis amigos. No estaba lejos de mi casa, tal vez a veinte cuadras. Apenas podía caminar y nadie estaba dispuesto a llevarme, o acompañarme dado que todos querían continuar el partido y devorar el posterior asado.  Lo cierto es que me quedé sin probar bocado, llegué a casa casi arrastrándome y con la rodilla del tamaño de un melón mediano. Al día siguiente la cosa no había cambiado. La rodilla estaba igual o peor. Incluso me había costado bañarme. Mi vieja insistía que debía consultar a un traumatólogo, pero había uno, o varios problemas: era domingo -a pesar del dolor no era de urgencia- y en mi trabajo de aquel entonces estaba en negro, con lo cual, cualquier consulta, o me salía un ojo de la cara de manera privada o debía comerme la amansadora espera en un hospital público. Tampoco podía darme el lujo de faltar porque cobraba por día. Toda una serie de escollos en los que uno no piensa hasta que sufre un accidente. Esa noche me dormí convencido que nada podía ser peor.

 

Es mi situación

El lunes, al menos, podía pisar. Rengueaba, que no era poco, aunque la hinchazón continuaba. Esa mañana llegué temprano al negocio donde trabajaba y todavía la cortina estaba baja. El barrio de Once despertaba al ritmo de los motores de los colectivos, del paso presuroso de los laburantes, del chirriar de las cortinas de los otros locales. El sol daba de lleno contra las vidrieras. Mientras observaba todo esto me frotaba la rodilla, como si con ese solo ademán el dolor pudiera aflojar. El “buen día” del “trompa” y el tintinear de las llaves me devolvieron a la realidad. Me preguntó qué me había pasado. Le mostré la rodilla. Me reprochó que haya venido a trabajar en esas condiciones. Le recordé mi situación laboral sin malicia, solamente para que entendiera el por qué.  Me recomendó -ordenó- ir al hospital de Clínicas, allí donde muere la calle Pasteur, en la avenida Córdoba. Me fui.

Pasteur         

No sé por qué recuerdo más la vuelta desde el Clínicas que la ida. En el hospital me dieron un número para la radiografía. Tampoco tengo presente la cantidad de personas que tenía delante, sin embargo decidí volver a mi trabajo y aguantar, hasta dónde pudiese, el dolor. Es notable, insisto, que recuerde casi con lujo de detalles el trayecto por Pasteur aquella mañana de julio. Un pasacalle en la esquina de Pasteur y Viamonte anunciaba la rotisería “La idishe mame”. Me causó gracia el nombre. El camioncito de una reconocida panificadora descargaba grandes bandejas de pan lacteado hacia el interior de una panadería. Conocía esas cuadras perfectamente, ya que muchas veces por cuestiones de trabajo había ido a la Asociación Mutual Israelita Argentina, y no sé por qué me detuve a contemplar esa mole de mármol de color oscuro. Me distrajo el saludo del dueño de una rotisería kosher que lindaba con la mutual. Era un viejito simpático que hacía juego con el negocio, llamado “Tikva”. Más tarde supe que esa palabra en hebreo quiere decir esperanza. Intercambié con él un par de palabras de cortesía: “total, nos vamos a saludar muchas veces…” Pensé. Del bar en ochava de Tucumán y Pasteur salió apurado, y casi llevándome por delante un hombre que tenía una gráfica en la que hacíamos imprimir nuestras boletas frente a AMIA. Lo vi y me acordé de la recepcionista de ese lugar que era muy bonita. También recordé tener confianza para invitarla a salir.

Los sonidos del silencio      

El dueño del comercio donde trabajaba me recibió con los brazos en jarra en medio del local. Me preguntó qué me dijeron en el Clínicas. Le dije que nada, había que pagar un arancel para una radiografía. Que había mucha espera y no tenía plata. Como si no fuese él quien me pagaba, me extendió una serie de facturas de servicios y que hiciera el ticket para pagarlas. Me acerqué, ya metido en el diario trajín, a la calculadora. Levanté la vista y miré hacia la calle. Primero fue la imagen. Los vidrios de los escaparates se inflaron como esas bolsas de polietileno cuando uno las infla como un globo. Al cabo de unos segundos volvieron a su lugar. Después el ruido. El estruendo fue indescriptible. Todo tembló. Las luces se apagaron unos instantes. Fue como un sueño breve. La televisión, que estaba en un soporte a lo alto del local, me retrotrajo. El tiempo se había detenido y regresó de la mano de la cortina musical del “Último Momento” de algún canal de noticias. Ahí nomás la sirena. La famosa sirena que a través de los años se volverá un símbolo.

 

Nada

Lo que sigue es confuso. Obviamente, dejamos de hacer lo cada uno hacía en ese momento y salimos desordenadamente a la calle. Gritos. Corridas. Desesperación. Escombros. Humo. Coches, caminos, colectivos dados vuelta. Todos las vidrieras rotas. Gente ensangrentada que hablaba incoherencias. Pedidos de socorro. Amenazas de más explosiones. Nadie supo qué pasaba hasta que nos adentramos en el desastre en el que se había vuelto la calle Pasteur. La misma que yo había desandado hacía nada más ni nada menos que un minuto y medio antes. Era extraño, ya no me dolía la rodilla. Me acerqué a lo que hacía un rato era la AMIA. Nadie pensó en una bomba. Era una bomba. Ya no había rastros del camión de la panificadora, no estaba más el pasacalle, el señor de la rotisería bajo los escombros, lo mismo que muchos de la cuadra y los de enfrente. De la recepcionista no supe más nada, solo que jamás podría invitarla a salir. Había comenzado a renguear otra vez, pero el dolor era de ver cómo sacaban de entre los tremendos bloques de concreto apilados cuerpos y más cuerpos. Pude ser uno de ellos.

Tristeza não tem fim

Todo lo demás es conocido, 29 años sin memoria, ni verdad y mucho menos justicia. Cuando un gobierno tomó la determinación de ponerle punto final a la impunidad lo acusaron de encubrir a los encubridores, tampoco se sabe fehacientemente quiénes perpetraron el atentado. Los familiares de las víctimas tomaron distintos caminos, políticamente hablando, a la hora de encontrar el consuelo de conocer por qué tanta locura y dolor. Irónicamente, después del 18 de julio de 1994, mi relación laboral cambió para siempre. Aunque sobreviví al atentado y, cabe aclararlo, a 24 años más de la más pura tristeza hasta que me despidieron. Así y todo, mi rodilla fue operada bastante tiempo después y logré recuperarme. Aquél fue el último partido de fútbol de mi vida. Jamás lo volví a intentar. Y todavía los lunes son un sentimiento de infinita tristeza para mí, como la evocación de aquel día junto al recuerdo de quienes ya no están, conocidos o no. Como la del estremecimiento que siento y sentiré cada 18 de julio al escuchar la estrépita sirena cada vez que marque las 9 y 53.

 

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